Derfuk
Los enanos no fueron creados por Ilúvatar, sino por Aulë, el herrero de los Valar. Esta verdad retumba como un yunque martillado en lo profundo de las montañas: los enanos son obra de una voluntad secundaria, pero no menor. Nacieron del fuego de la forja y la obsesión por moldear la materia. Aulë no quiso esperar la llegada de los Hijos de Ilúvatar; su impaciencia lo llevó a esculpir siete padres primordiales, duros, fuertes y resistentes como el mismísimo hueso de la tierra.
Ilúvatar, al descubrir este acto, pudo haberlos borrado, disueltos en la nada como bruma al viento. Pero no lo hizo. Les concedió vida, no como una condena, sino como un acto de piedad y respeto hacia Aulë. Así, los enanos se convirtieron en una raza independiente, con lengua propia —el khuzdul, secreta, sagrada, casi nunca pronunciada ante los forasteros— y un temperamento que nunca se doblegó ni siquiera ante el tiempo.
Los enanos no son meras criaturas subterráneas que excavan por codicia. Esa es una visión superficial, propia de hombres estúpidos o elfos arrogantes. Su alma está tallada en piedra, y en su corazón arde el deseo de moldear, perfeccionar y dominar todo aquello que otros sólo pisan. Las montañas no son su prisión, sino su herencia. El oro, el mithril, las gemas y los minerales preciosos no son para ellos objetos de adorno: son testimonios del poder que duerme en la roca. Para un enano, excavar no es robarle a la tierra; es despertar a la materia a su máximo esplendor.
Las Siete Casas y los Siete Padres
De los Siete Padres nacieron las grandes casas enanas, cada una con su linaje, su emblema, su orgullo feroz. Los más conocidos entre ellos son los Barbiluengos, descendientes de Durin el Inmortal, el primero en despertar en las cavernas de Gundabad. Durin no murió como los hombres. Se dice que renació una y otra vez, en cada generación, con la misma mirada gris e inquebrantable. Su legado fundó Khazad-dûm, el más grande de todos los reinos enanos, también conocido como Moria.
Khazad-dûm no fue una ciudad: fue un continente subterráneo. Salones colosales sostenidos por columnas talladas como árboles, puentes de mármol suspendidos sobre abismos sin fondo, túneles por donde podían marchar ejércitos sin tocarse los hombros. Allí descubrieron el mithril, el metal más puro y ligero, más valioso que el oro, más resistente que el acero. Pero la codicia les costó caro. Cavaron demasiado hondo. Despertaron al Balrog, un demonio de la Primera Edad que dormía sepultado en los abismos. Y así, su gloria se volvió ruina.
Aún así, los enanos no claman por lástima ni narran su caída como tragedia. Para ellos, vivir es luchar y resistir. Su historia está escrita con sangre, sudor y acero. Cada túnel cavado, cada rey perdido, cada bastión abandonado es una cicatriz de su orgullo.
Enanos y el Mundo Exterior
A pesar de su aislamiento, los enanos no son ajenos al mundo. Han luchado contra dragones, orcos, hombres y hasta contra los elfos. La enemistad entre enanos y elfos es legendaria, nacida de traiciones, malentendidos y diferencias filosóficas irreconciliables. Los elfos veneran la naturaleza; los enanos la dominan. Los elfos cantan a las estrellas; los enanos les arrancan su brillo de las entrañas del mundo.

Una de las heridas más profundas entre ambas razas surgió por el Collar de los Enanos, el Nauglamír, en el cual se engarzó el Silmaril robado de Morgoth. Los enanos lo reclamaron como suyo, lo que llevó a guerras y masacres. La sangre manchó los ríos de Beleriand, y la desconfianza echó raíces que no se arrancan ni con siglos de tregua.
Aun así, hubo momentos de alianza. En la Guerra del Anillo, los enanos lucharon del lado del bien. Gimli, hijo de Glóin, descendiente de Durin, marchó junto a los elfos y los hombres, rompiendo siglos de enemistad. Su amistad con Legolas, el elfo del Bosque Negro, fue un milagro improbable, un símbolo de que hasta la piedra más dura puede ceder si la presión es justa y el corazón no está del todo cerrado.
Armas, Cultura y Carácter
Un enano jamás viaja sin su hacha. No por superstición, sino porque el mundo está lleno de amenazas. Sus armas están equilibradas como ninguna otra, sus armaduras son como la piel de un dragón: resistentes, pesadas, herméticas. No confían en la magia. Para ellos, el verdadero poder está en la habilidad de las manos, en la precisión del martillo, en la resistencia del acero.
La arquitectura enana no tiene igual. Donde los hombres levantan castillos con siglos de esfuerzo, los enanos tallan fortalezas que duran milenios. Las puertas de Erebor, por ejemplo, podían resistir un asedio de dragones. Su arte no es liviano ni florido, sino práctico y majestuoso. Todo lo que hacen tiene una función, y esa función es la perfección.
Pero si hay algo más duro que el mithril, es el orgullo enano. Nunca olvidan una ofensa. Su memoria es férrea. Guardan rencores como otros guardan monedas. Son testarudos, cerrados, y su hospitalidad es difícil de obtener. Pero si un enano te llama amigo, su lealtad es inquebrantable, incluso ante la muerte.
La Llama Eterna del Pueblo Khazad
Los enanos no se extinguen, no desaparecen. Aunque pierdan reinos, aunque sus salones queden desiertos, aunque los dragones devoren sus tesoros, siempre regresan. Son como el magma bajo la corteza del mundo: invisibles, pero vivos, ardiendo en silencio, esperando su momento. Incluso cuando todo parece perdido, los enanos recuerdan quiénes son.
Durin VII, el último del linaje inmortal, regresó a Khazad-dûm en los días posteriores a la caída de Sauron. Limpió los salones, reconstruyó los puentes, y el eco de los martillos volvió a despertar las piedras. No hay derrota eterna para los hijos de Aulë.
Su historia es una de exilio, retorno, sangre y oro. De lucha incansable contra las sombras y contra sí mismos. Los enanos no buscan gloria: la forjan, con sudor y lágrimas de hierro.
Y mientras existan montañas, existirán los enanos.